Páginas

8 de abril de 2012

Despacio

Hannah Hayoubi, Sloth smiles, 2011 

Para algunas personas tomarse las cosas con calma es un privilegio destinado a periodos vacacionales, mientras que otras ni siquiera en vacaciones serían capaces de cometer tal osadía contra uno de los signos del tiempo que nos ha tocado vivir: la aceleración. Porque un aumento de velocidad es necesario en ocasiones y bastante disfrutable, pero hablamos aquí de una aceleración absurda a todos los niveles; de un sentirse constantemente apremiado por una autoridad invisible que además nos azuza contra los demás en una serie de competencias ciegas en las que nadie gana, y en las que, por si fuera poco, de paso nos perdemos a nosotros mismos.

Vivimos en una realidad distorsionada, que asumimos como normal, aunque sabemos que hace a penas un par de siglos los ritmos de trabajo y descanso aún los marcaba el curso solar, y que entonces la palabra alimento significaba algo completamente diferente. Aquellos descubrimientos que debieran ser ventajosos para la humanidad han sido, en gran medida, empleados en contra de su propio bienestar, toda vez que se han cobrado un alto precio. Son, sin embargo, elementos y servicios que en muchos casos a penas necesitamos y que en la mayoría resultan completamente prescindibles. Dicho de otro modo, tenemos la opción de no usarlos, o de hacerlo de una manera que no resulte tan contraproducente.

Es posible que nos encontremos incluso más desconectados de nuestros propios ritmos que de los ciclos estacionales, y aunque tratamos de acercarnos a espacios naturales olvidamos con frecuencia nuestro propio cuerpo. Por eso éste de vez en cuando nos recuerda - a través de un sinfín de molestias de menor o mayor gravedad - que está ahí y que más nos valdría detenernos a escucharlo. Sin embargo nos resistimos, porque hemos sido educados para seguir adelante, forzando la máquina, aguantando lo que nos caiga encima en vez de detenernos a buscar y aplicar la solución adecuada que nos liberará de una vez de las cargas innecesarias.

Queda claro, por lo tanto, que no es una cuestión de productividad, sino -nuevamente- de valores  pervertidos. La opción de seguir adelante y a la mayor velocidad siempre y a cualquier precio nos va desgastando y merma poco a poco nuestra capacidad de prestar atención a lo que estamos haciendo y nuestras ganas de hacerlo.  Se nos enseña a compararnos con otros, a estar atentos a las oportunidades disfrazadas de trenes que no han de volver a pasar, pero que están ahí cada 15 minutos, llenos de gente a la que sólo llevan de una estación gris a otra, en círculos descendientes hacia un infierno de tedio iluminado periódicamente por estallidos de una excitación grotesca.

Ir despacio puede ser un acto de desobediencia a este poder abstracto que nos acecha desde las sombras de la sociedad que habitamos. Al igual que caminar nos permite percibir una realidad distinta a la de los automovilistas,  cuando vamos despacio o, sencillamente, a un ritmo no-acelerado nos damos cuenta de una multitud de detalles que antes habíamos pasado por alto. Cuando dedicamos a las cosas el tiempo necesario - en vez del triple de tiempo que supone tratar de hacerlas "rápido" sin éxito-, adquirimos también una comprensión más profunda de aquello con lo que nos relacionamos.

Todo empieza quizá, por aprender a ralentizarse, que no es tan fácil como pudiera parecer. A pesar de los beneficios que esta práctica nos reporta, el hecho de disminuir nuestra velocidad nos hace sentir un poco incómodos, como si estuviéramos rompiendo un acuerdo tácito con aquellos que nos rodean. La situación se agrava cuando se trata de reducir nuestra disponibilidad para concentrarnos en asuntos propios: No responder una llamada o un mensaje tan pronto como llega se interpreta como una especie de desaire, así que corremos el riesgo de empezar a responder por compromiso, mecánicamente, pero no sólo a los mensajes y las llamadas.

El primer paso para realizar cambios importantes y duraderos es precisamente detenerse a observar, analizar la situación en la que nos encontramos, la situación a la que queremos llegar y los recursos con los que contamos para ello, con el fin de realizar un plan de trabajo. Pero se necesita algo de intimidad no interrumpida para empezar a pensar en lo que uno está haciendo, aunque a veces da miedo - no vamos a engañar a nadie- darse cuenta de las cosas a las que en realidad estamos dedicando nuestro tiempo, o los agujeros negros por los que lo dejamos correr.

Recuperar nuestros propios ritmos y ciclos, que de forma natural engranan con los que la naturaleza nos muestra al otro lado de las fronteras de nuestro cuerpo, es una manera de recuperar nuestra propia vida, nuestros sentidos, nuestra consciencia del presente, y nuestra capacidad de actuar, todo lo cual redunda en un inmediato aumento de nuestra salud y bienestar y, posiblemente, en también en el de aquellos que nos rodean - al menos cuando les toca tratar con nosotros-.

No hay comentarios: