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17 de abril de 2012

Reverdecer

Vania Zouravliov, Autumn rot, sf.

Cada cierto tiempo el mundo palidece a nuestro alrededor como una envoltura desgastada, y el camino que recorríamos parece extinguirse en un enredo de pequeños senderos que no llegan a ningún lugar, en un muro o en un despeñadero. En ocasiones, el triunfo de la primavera consiste precisamente en emerger de la crisálida no puede contener el impulso que la habita, en romper la cáscara que nos protegía precisamente aislándonos de un mundo nuevo que será el nuestro. 

Justo antes de cruzar la frontera sentimos el vértigo de las cosas que se van de un modo humilde,  sin a penas despedirse. Sentimos crearse en nuestro pecho, o en nuestras tripas, un vacío que no añora, un vacío necesario para contener el aliento y dar una vez más ese salto hacia delante que nos llevará una realidad desconocida que terminará por devenir cotidiana y desgastarse a su vez. Y aún a través de los rayos de sol tamizados por las nuevas hojas reconocemos el brillo acerado de las herramientas de la muerte. Compañera constante y madre de la sabiduría, también nos lleva de la mano hacia el resplandor de una nueva vida.

Así reverdecemos los humanos. De este modo, a pesar de los años y las experiencias acumuladas, nos encontramos una mañana de marzo tirados sobre la hierba, abstraídos en los detalles mínimos del movimiento de un insecto que pasa ante nuestra mirada, de nuevo curiosa. Y un mediodía de abril paseamos por las calles admirando el vigor recuperado del sol resplandeciendo en la fuente o en el rojo de los geranios  y una parte de nosotros elige volver a confiar, o cuanto menos dar una oportunidad sincera, a aquello que no conocemos; sin importar cuántas veces antes nuestra confianza haya sido traicionada por lo que ya conocimos. 

Somos tan viejos como lo que ya hemos aprendido, pero al mismo tiempo tan jóvenes como lo que estamos dispuestos a no dar por sentado. En cualquier momento el mundo que creemos conocer se nos caerá, porque nuestras ideas sobre la realidad no dejan de ser una ilusión que, aunque bien trenzada, termina por secarse. No es el mundo el que envejece, sino nuestra percepción de él la que se queda atrás; tanto más para aquellos cuya necesidad de saber funge como un gran impulso, como una montura mítica que ansía cabalgar más allá de los valles del sueño.

Si la suerte nos acompaña, si no tememos las pequeñas despedidas, de la impresión del vacío y enfrentamos el miedo a lo que no sabemos, cualquier día nos sentiremos de nuevo desvalidos entre montones de cosas nuevas, resplandecientes, de las que no teníamos ni la menor idea, incluyendo algunas que no nos atrevíamos siquiera a imaginar y que, al fin y al cabo, allí están, sonrientes, saludándonos con toda la naturalidad, demostrándonos que el camino nunca termina, sencillamente tenemos que aprender a ver por dónde sigue.

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