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15 de marzo de 2013

Otro marzo


Advertimos su presencia entre las plantas entre las que se movía con torpeza. Negro como un trazo de tinta, era un saquito de huesos felinos que apenas ocupaba la palma de la mano en la que lo sostuve, intentando descubrir qué pasaba. Algo le impedía abrir los ojos.
Decidí llevarlo a la veterinaria, lo que significaba también a casa. He tenido pocas cosas tan claras en mi vida. Sólo algunos meses atrás, durante la celebración del solsticio de invierno, habíamos hablado de tener un gato negro, así que tenía que funcionar. Cuando llegó, como azuzado por la necesidad de comportarse apropiadamente, se comportó como un gato más que doméstico, instruido. Lo llamamos Mastropiero, nombre que habíamos elegido para él el diciembre anterior, en honor a Les Luthiers, pero sobretodo al espíritu de la familia que entonces formábamos las habitantes de aquél apartamento.

Tal vez empaticé con aquella criatura porque ninguno de los dos estábamos en buen estado; el hecho poder cuidar de él me devolvía al presente, a las dimensiones físicas, y me hacía sentir mejor. El problema de sus párpados pudo solucionarse, y Mastro volvió a ver; pero la misma desnutrición que lo hacía aparentar cuatro semanas en vez de ocho, era una sombra amenazante sobre aquella vida tan pequeña. Siguiendo las indicaciones de la veterinaria, lo alimentamos con jeringuillas y estuvimos pendientes de su evolución. Para no dejarlo solo me mudé al sofá a dormir, con una mano en la caja llena de cojines y toallas que le habíamos preparado... de vez en cuando él trepaba y se hacía un nido en mis cabellos. 
Lo cierto es que, cuando uno se detenía a observarlo de cerca, la presencia de Mastro resultaba un tanto misteriosa e infundía respeto. He vivido con otros gatos, muy queridos todos, pero con ninguno he experimentado nada similar. Desde un punto más allá de su aparente fragilidad parecía que aquel cachorro con apariencia de peluche ajado podía entenderlo todo:  todo lo que uno decía, y tal vez incluso todo lo que uno pensaba mientras acariciaba aquel lomo delgadísimo en el que se podía sentir cada vértebra de la criatura, como la cuenta de un collar de oración. Durante unos cuantos días buscamos juntos los escasos rayos de sol que entraban en aquel departamento helado, dormimos y jugamos - porque a pesar de su estado, a nuestro gatito le encantaba jugar-. Y cuando todo parecía ir a mejor, Mastro murió.

La pérdida fue de tal naturaleza que he tardado años en poder escribir cómo aquel felino trazo de tinta llegó a mi vida como una esperanza que se diluyó poco después entre mis manos. Ni siquiera he mencionado cómo desde entonces cada marzo recuerdo aquella última noche en la que, acurrucado en mis cabellos, escuche su levísimo ronroneo por primera  vez,  y aún me parece el sonido más hermoso que jamás ha llegado a mis oídos. Y el largo silencio no ha hecho sino esculpir en mi memoria el peso y el calor tan ligeros de su cuerpecillo largo, el tacto del pelaje maltrecho, de los huesos bajo la piel.. El universo insondable devolviéndome la mirada desde los ojos aquella ínfima criatura.
La muerte de Mastro me llevó más allá de lo que yo había sido hasta aquel momento, me recordó las cosas que importan y el modo en que me había llegado a extraviar, y me empujó a tomar una serie de decisiones que había estado postergando durante demasiado tiempo. Arrastró consigo parte de lo que sobraba, y alimentó con ello las raíces de todo el programa de Trabajo con Cuaderno, gracias al que pude recuperar mi vida en un momento crucial. Porque otro de los motivos por los que, a pesar de lo que significó, a penas haya hablado de Mastro, es que en aquél momento -y aún mucho tiempo después- no me sentía demasiado más fuerte que él, y temía mi propia fragilidad.

Hoy escribo no sólo para recordar a Mastro, que se ha quedado por siempre a vivir aquí dentro, como una parte más de mí; sino porque hacerlo es una manera de saber que, como tantas otras cosas, hay miedos que no volverán. 


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