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18 de noviembre de 2012

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Poul Friis Nybo (1869-1929), Interior con mujer leyendo.

El invierno es justo, restituye la luz
a su límite más puro,
mezcla presencia y olvido en el corazón de las doncellas
y nos incita quietamente a la ternura.

Todo el verano hemos holgado
y ahora los caminos se afilan y se precisan
y el ladrido de los perros en la noche
es impresionantemente próximo.

Volveremos a la perdida intimidad
y a los viejos libros de siempre,
como quien regresa a la casa del padre,
un poco menos puros
pero quién sabe si un poco más dóciles al mensaje.
Miquel Martí i Pol, L'arrel i l'escorça, 1975
 
A mediados de otoño cerré los ojos por un momento y sentí como si cerrara dos grandes ventanas, me diera la vuelta y me quedara sola en una estancia conocida y extraña al mismo tiempo. Los abrí rápido y seguí tecleando, con la sensación de haber dejado alguna tarea pendiente y la promesa de regresar más tarde a ella. La visión de este espacio íntimo, solitario y esencialmente desnudo en el que de una manera u otra, vamos acumulando todo tipo de trastos, vuelve una y otra vez. Necesitamos un tiempo para separar aquellos pensamientos que han envejecido mal y observar por última vez esos miedos y esperanzas nuestros, ya caducos, que sólo esperan nuestro permiso para partir en paz.

En estas fechas el mundo se despide para renovarse y el aire se puebla de fantasmas. A menos que se lo impidamos, también algo en nuestro interior trabaja discretamente reordenando el contenido de nuestra mente, sonriendo de vez en cuando al imaginar qué consecuencias tendrá su labor en el exterior, en nuestras vidas, al llegar la primavera. Pero por el momento, todo lo que sabemos, es que el frío se extiende y el paisaje, e incluso las calles transitadas de la ciudad, se tornan progresivamente silenciosos a medida que la oscuridad nos envuelve.

A veces, en días como estos, queremos permanecer solos y no hablar demasiado, para volver a nosotros, a nuestros cuerpos, a esos sueños accidentalmente relegados con la carrera de los días. Algo desde dentro nos exige parar, nos obliga al menos a ralentizarnos, y nos trae de la mano el recuerdo de nuestros muertos amados, los que ya no están, los que perdimos, los que ya no somos; nos trae a tantos buenos compañeros que partieron, y también a aquellos enemigos que de una manera u otra, a base de adversidad, pasaron a formar parte de nuestro círculo íntimo, sin los cuales no sabríamos explicarnos demasiadas cosas.

Es el tiempo de las verdades, más redentoras que dolorosas, que finalmente nos atrevemos a decir en voz alta frente al espejo, aunque para rescatarlas sea necesario adentrarse en el pozo oscuro al que hace tanto tiempo las arrojamos. Y es tiempo de aceptación de todo aquello que, sencillamente, nos sobrepasa y escapa de nuestro control. Días tal vez algo tristes, de silenciosa belleza, en los que una ligera melancolía de origen ignoto parece cubrirlo todo. Días que son como quedarse mirando la lluvia tras los cristales, en los que todo lo que podemos hacer es dejar que pase el tiempo, que caigan las gotas y fluyan riachuelos en el asfalto. Dejar que pase todo recuerdo y todo pensamiento, como una parvada de alas translúcidas que emprende su última migración; sin asustarse, sin enfadarse, sin tratar ya de arreglar nada, sin sentir el impulso de salir corriendo. Permanecer quieto y tranquilo y permitir que todo pase, nada más.

Después de la lucha y del gozo, de los esfuerzos y los resultados, de todo lo bueno y todo lo malo, dejar por un momento la corrientes de emociones que pueden discurrir por nuestra vida, y permanecer quietos, rendirnos ante la Vida con las manos abiertas, sin pretender atesorar nada, sin rechazar nada de lo que quiera venir.


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