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7 de marzo de 2012

Las desnudadas

Kadellar, Monumento a Emilia Pardo Bazán, Madrid, 2011

Los que me conocen desde hace algún tiempo saben que el único "día internacional" que puedo recordar es el 8 de marzo, día de la mujer trabajadora. Sin embargo, no siempre ha sido así, y retrocediendo en el tiempo puedo encontrarme en algún momento en el que la conmemoración de esta fecha me parecía incluso una banalidad.

A menudo requiere cierto desarrollo vital el adquirir perspectiva respecto al lugar y el momento en el que nacemos,  que aceptamos como "normales" cualesquiera que sean las condiciones sociales en las que crecemos y, reacios siempre al cambio, posiblemente no aspiremos a mejorarlas demasiado, nos resulta inconcebible renunciar a lo que consideramos unos "mínimos aceptables". Creo que es por esto que el día de la mujer me parecia una especie de adorno innecesario hace unos años, pues en el mundo en el que yo crecí, en la casa, en la escuela, ya no era necesario ni pedir ni reclamar la equivalencia de géneros, que era ya una realidad. Por esto y, en segundo término, porque en estas cuestiones no faltan nunca quienes padecen de ese acusado complejo de víctimas que hace ver culpables y exigir reparaciones por doquier, sin importar si éstas incurren en el absurdo o en un nuevo abuso. 

A veces, oímos hablar de cosas, que no es lo mismo que vivirlas. Cuando, muchos años después me encontré con una serie de situaciones que implicaban una percepción dispar del género - e incluso cierto grado de violencia no física -, tanto por parte de hombres como de mujeres, me resultó tan difícil creer que era una situación real que ni siquiera supe cómo reaccionar, era algo que se suponía pertenecía a otros tiempos, algo fuera de lugar. Ésta fue una gran lección, que aplica en otros ámbitos. Imagino que muchos españoles de mi generación se han sentido así al ver cómo se mermaban los derechos sociales que creíamos eran nuestros, como progresaban los recortes en salud y educación, como incrementaba el control e incluso la violencia policial. Es como haber caído en la casilla equivocada, que nos obliga a retroceder y volver a lidiar con aquellos monstruos que creíamos por siempre superados y rescatar aquellas otras que creímos por siempre logradas. 

Estoy segura de que hay quien no lo cree, pero vivir en este mundo y moverse por él adecuadamente requiere de calma y reflexión, además de ganas. Toda la fuerza, física o no, que podamos agrupar requiere un adecuado encauce para lograr los objetivos deseados y no otros. Y para ello es necesario ganar esa perspectiva -que afortunadamente no siempre requiere de malas experiencias-, de estar atentos y dispuestos a escuchar todas las voces, y a vestirnos, aunque sea por unos minutos, con la piel de otros. Estoy segura también de que hay quien está convencido de que este "día de la mujer" es un asunto de mujeres, pero no lo es : Al igual que el derecho a la libertad de creencia, el respeto a la diversidad étnica y a la identidad sexual, la conservación de la naturaleza, es un asunto de interés para todos aquellos que construimos día a día la sociedad en la que nos desarrollamos como personas, y que heredarán aquellos que vengan detrás de nosotros.

Por estas razones escogí para conmemorar este 8 de marzo un relato corto de Emilia Pardo Bazán, autora que con toda seguridad debió estar en mis libros de primaria, pero que he empezado a descubrir recientemente, precisamente a partir de ese relato que llegó en el momento más apropiado. Lo que más admiro en Pardo Bazán es que ella siempre actuó con total convicción respecto a la paridad de género y a los derechos de los que la mujer debía gozar, no en virtud de su sexo, sino como persona. No hay un rasgo de victimismo en sus declaraciones y razonamientos, sino que tiende a subrayar lo absurdo de no ver la obviedad. A pesar de las durísimas críticas, incluso ataques personales, que recibió a lo largo de toda su vida, Emilia Pardo Bazán actuó como si nada pudiera serle negado, sin esperar la compasión, la gracia o el permiso de nadie, se negó a callar  y trabajó incansablemente, dejando una muestra de la mejor literatura en nuestro idioma.

En mi niñez, todo cuanto no fuese zurcir, guisar y otras tareas domésticas en la mujer se reprobaba con severidad. El menor intento de dedicarse a estudios o cosa análoga parecía excentricidad peligrosa. Más tarde, siendo yo joven, la cruzada contra la afición a instruirse en la mujer arreció de firme, al menos yo creía notarlo, acaso porque, rodeada siempre de libros, ávida de aprender, tropezaba a cada paso con las prevenciones, veía condensarse la leyenda de la supuesta incompatibilidad entre las obligaciones caseras y los gustos intelectuales. Emilia Pardo Bazán, Crónica en La Nación de Buenos Aires, abril de 1912.

Emilia Pardo Bazán nació en La Coruña en 1851, hija única de una familia acomodada que, fuera de lo habitual en la época, toleró que se apartara de los estudios femeninos y se acercara a una formación de literata reservada al género masculino. Se casó a los 16 años con José Quiroga, estudiante de leyes,  y ambos viajaron por Europa con la familia Pardo Bazán. La autora aprendió varios idiomas y envió sus crónicas periodísticas desde ciudades como Roma o París a La Época y otras publicaciones y leyó con interés a Émile Zola y otros autores europeos del momento.
En 1876 publicó su primera novela, Pascual López y ganó un ensayo dedicado al teatro del padre FeijooTambién este año nació su primer hijo, Jaime, a quien dedicaría su único poemario. Tuvo dos hijas más, Blanca, que nació en 1878 y Carmen, en 1881. La Tribuna (1883) está considerada la primera novela larga que ya es completamente naturalista, protagonizada por una cigarrera de La Coruña. Con los artículos compilados en La cuestión palpitante (1883), Emilia Pardo Bazán introdujo la corriente del naturalismo literario en España. El naturalismo trataba cuestiones sociales y cotidianas como el mundo laboral o el sexo, temas y atrevimientos que le costaron durísimas críticas. Su marido, escandalizado, le exigió dejar de escribir y retractarse públicamente de lo escrito, pero Emilia prefirió abandonar a su esposo, y vivir con sus tres hijos de forma independiente. Posteriormente, fue amante de Benito Pérez Galdós durante más de veinte años, y se insinúa que su pluma pudiera estar detrás de algunos de los Episodios Nacionales (1872-1912).
Pardo Bazán viajó con frecuencia a París y se instaló en La Coruña, donde entró en contacto con la crueldad del caciquismo. En 1886 publicó Los Pazos de Ulloa, obra cumbre de la autora, en 1887 La madre Naturaleza y en 1888 Insolación. Emilia fue siempre un escritora prolífica y cuenta aproximadamente con 40 obras en su haber entre novelas, recopilaciones de cuentos y ensayos, además de multitud de crónicas periodísticas.

La gente no pensaba como yo y el anatema contra las literatas se alzaba colérico, entendiéndose por literatas a todas las que demostraban gustos intelectuales en cualquier esfera y acribillándolas a sátiras, burlas, censuras y excomuniones. Yo, sin embargo, no perdía la esperanza, es lo último que debe perderse, conocedora del movimiento que en el extranjero iba desenvolviéndose en favor de la mujer aguardaba siempre que, como tantas otras cosas, nos trajesen de fuera, con carácter de novedad, lo que acaso aquí estaba más en la tradición, aunque olvidada y perdida para nuestro daño.

En 1890 escribió sola la revista El Nuevo Teatro Crítico durante tres años y en 1892 fundó y dirigió la publicación La Biblioteca de la mujer. Denunció la violencia de género y la desigualdad educativa entre el hombre y la mujer. Ya consagrada como escritora, fue propuesta para formar parte de la Real Academia de la Lengua Española en los años 1889, 1892 y 1912, pero su ingreso fue siempre denegado - como también lo fue para Concepción Arenal y Gertrudis Gómez de Avellaneda-, además de sufrir una campaña de ridiculización y descrédito, promovida especialmente por el también escritor Juan Valera. En 1906 llegó a ser la primera mujer en presidir la Sección de literatura del Ateneo de Madrid y en 1910 fue nombrada Consejera de Instrucción Pública.  Seis años más tarde le fue concedida una cátedra en la Universidad de Madrid, aunque la mayoría los alumnos, e incluso compañeros de la institución, se  opusieron al nombramiento y se negaron a asistir a sus clases. Murió en Madrid, a causa de una gripe común, el 12 de mayo de 1921.
Porqué no estaba yo en la Academia Española, vamos a ver, se preguntaba asombrada la gente. Yo había escrito mucho y de mis libros y de mis artículos, se hablaba, se leía, se traducía. En suma, me sucedía todo lo que de bueno puede suceder a un escritor varón cuando logra hacerse oír. ¿Que no estaba yo en la Academia por el hecho de ser mujer?¿Y eso qué? Insistía la gente no comprendiendo.  ¿El ser mujer me había impedido escribir mis tomos, mis ensayos, mis crónicas? ¿Entonces?

"Las desnudadas", es un relato corto publicado en el num.304 de "Blanco y Negro" en 1897, posteriormente fue incluido en los Cuentos trágicos.  No es una historia "para mujeres", es un recordatorio de que no importa lo que sea que nos suceda, lo importante es lo que seamos capaces de hacer con ello. Adjunto además la versión radiofónica que realizó el equipo del programa Historias de RNE, a cargo de Juan José Plans.


Las desnudadas, de Emilia Pardo Bazán by uncaminodecabras



Autor desconocido, Mujeres carlistas asistiendo a un mitin en Gernika, 1909




Las desnudadas.

Una tarde gris, en el campo, mientras las primeras hojas que arranca el vendaval de otoño caían blandamente a nuestros pies, recuerdo que, predispuestos a la melancolía y a la meditación por este espectáculo, hablamos de la fatalidad, y hubo quien defendió el irresistible influjo de las circunstancias y de fuerzas externas sobre el alma humana, y nos comparó a nosotros, depositarios de un destello de la Divinidad, con la piedra que, impelida por leyes mecánicas, va derecha al abismo. Pero Lucio Sagris, el constante abogado de la espiritualidad y del libre albedrío, protestó, y después de lucirse con una disertación brillante, anunció que, para demostrar lo absurdo de las teorías fatalistas, iba a referirnos una historia muy negra, por la cual veríamos que, bajo la influencia de un mismo terrible suceso, cada espíritu conserva su espontaneidad y escoge, mediante su iniciativa propia, el camino, bueno o malo, que en esto precisamente estriba la libertad. 
-Pertenece mi historia -añadió- a un cruento período de nuestras luchas civiles, después de la Revolución de 1868; y evoca la siniestra figura de uno de esos hombres en quienes la inevitable crueldad y fiereza del guerrillero se exaspera al sentir en derredor la hostilidad y la enemiga de un país donde todos le aborrecen: hablo del contraguerrillero, tipo digno de estudio, que mueve a piedad y a horror. Mientras el guerrillero, bien acogido en pueblos y aldeas, encontraba raciones para su partida y confidencias para huir de la tropa o sorprenderla, descuidada, el contraguerrillero, recibido como un perro, sólo por el terror conseguía imponerse: siempre le acechaban la traición y la delación; siempre oía en la sombra el resuello del odio. En guerras tales, el país está de parte de los guerrilleros; o, por mejor decir, las guerrillas son el país alzado en armas, y el contraguerrillero es el Judas contra el cual todo parece lícito, y hasta loable. 
Ahora, pues, el contraguerrillero de mi historia -supongamos que se llamaba el Manco de Alzaur- había conseguido realizar el triste ideal de esta clase de héroes; al oír su nombre, persignábanse las mujeres y rompían a llorar los chicos. Interpelado el Gobierno en pleno Parlamento acerca de algunas atrocidades de aquel tigre, protestó de que eran falsas, y que, si fuesen verdad, recibirían condigno castigo; pero realmente, las instrucciones secretas dadas al general encargado de pacificar el territorio en que funcionaba la contraguerrilla del Manco, encerraban la cláusula de dejarle a su gusto, y cuanto más, mejor. Sin embargo, el general, a quien repugnaban y estremecían ciertos actos de barbarie, y que además tenía hijas y era padre tiernísimo, solía encargar mucho al contraguerrillero que, al menos, no se oprimiese violentamente a las mujeres; y el Manco se comprometió a ello, jurando que si alguno de su partida incurría en tal delito, le cortaría inmediatamente las dos orejas. Los contraguerrilleros, que conocían las malas pulgas de su jefe, se guardaban bien de contravenir a lo mandado. 
Si en alguna ocasión lamentó el Manco haber empeñado su formidable palabra al general, fue el día en que, evacuado por las fuerzas de Radico y Ollo el pueblo de Urdazpi, penetró la contraguerrilla en este foco del carlismo. Es de saber que el párroco de Urdazpi se encontraba desde hacía año y medio al frente de una partidilla, tan escasa en número como resuelta y hazañosa, y más de diez veces había puesto la ceniza en la frente al Manco yéndole a los alcances, batiéndole, cogiéndole prisioneros y dispersando a su gente, con harto corrimiento y rabia del contraguerrillero. El odio al cura de Urdazpi era ya como un frenesí en el Manco, y en Urdazpi vivían cinco lindas y honestas muchachas, carlistas y devotas, sobrinas del párroco faccioso, hijas de su única hermana, fusilada por los liberales en la anterior guerra. Cuando trajeron ante el Manco, amarillas cual la muerte y tan sobrecogidas que ni podían llorar a las cinco infelices, se alzó un tumulto en el alma feroz del contraguerrillero; la promesa al general combatía los ímpetus salvajes de un corazón sediento de venganza, la venganza inicua de ensañarse en la familia de su enemigo, y devolvérsela vilipendiada y manchada, como se devuelve un trapo que ha limpiado el suelo de la cámara donde se celebra orgía impura. Meditó un instante, frunciendo las hirsutas cejas bajo las cuales encandecían dos ojos de brasa; de pronto, una sonrisa feroz dilató su boca; había encontrado el medio de no faltar a su palabra, y al mismo tiempo de mancillar al cura en la persona de sus sobrinas.
Dio en vascuence una orden terminante, y poco después las cinco doncellas, enteramente despojadas de sus ropas, eran paseadas y empujadas al través de las calles del pueblo, entre rechifla, denuestos, golpes y groseros equívocos de los inhumanos que las rodeaban, ebrios de vino y de sangre. El Manco había anunciado que sería reo de pena capital cualquiera de sus contraguerrilleros que no se limitase a mofarse de la desnudez de aquellas desdichadas vírgenes, las cuales, estúpidas de vergüenza, intentando velarse el rostro con el pelo, echándose por tierra para que el fango de las calles las sirviese de vestido, pedían con llanto entrecortado y desgarrador que les devolviesen su ropa y las fusilasen pronto; y al verlas como estatuas de dolorido e injuriado mármol, el Manco en persona, o satisfecho o ablandado ya, escupió a los desnudos y mórbidos hombros de la más joven, y dijo con bestial risa: "Ahora ya pueden volverse a su madriguera estas carcundas". Considerar el estado de ánimo de las sobrinas del cura después del afrentoso suplicio, es como si nos asomásemos a un abismo de desesperación. Nótese que eran mujeres de intachable conducta, de grave recato, de profunda religiosidad, más bien exaltada; que las respetaban en el pueblo por honradas y las celebraban por hermosas; que a pesar de su fe no tenían vocación monástica, y entre los mozos incorporados a la partida del cura, más de uno rondaba sus ventanas y pensaba en bodas a la conclusión de la guerra. 
Pero después del horrible atropello del Manco, para las sobrinas del párroco de Urdazpi se había cerrado el horizonte, se habían acabado las perspectivas de la vida y del mundo. La gente, al hablar de ellas, sólo las llamaban Las desnudadas, y este apodo infamante era como inmensa mancha extendida sobre su piel, quemada por tantos impuros ojos. Abrumadas bajo la carga de la desventura, permanecían recluidas en casa, sin asomarse a la ventana siquiera sin salir ni a la iglesia; ¡la iglesia, que  es el refugio de todos los dolores! Como si estuviesen contaminadas de lepra, como a los lazaretos que la Edad Media aislaba, les traía una amiga, movida a compasión, lo necesario para su sustento, y se lo dejaba en el portal, en un cesto, diariamente, pues ni aun de ella consentían ser vistas y habladas. Así vivieron un año... -Pues por ahora -dijimos a Lucio Sagri, interrumpiéndole-, su historia de usted demuestra que, sometidas a unas mismas circunstancias, las cinco sobrinas del cura de Urdazpi adoptaron un género de vida absolutamente idéntico. -¡Aguarden, aguarden! -clamó Lucio-. No se ha concluido el episodio. 
Al año, la consabida amiga avisó para el entierro de una de las sobrinas, la menor. Aquélla a cuyos cándidos hombros desnudos había escupido el Manco. Enferma de tristeza desde el día de su desgracia, había ocultado su padecimiento por no ver al médico, o más bien porque el médico no la viese. Y la primera salida de la Desnudada fue con los pies para adelante, camino del cementerio. Pocos días después dejó la casa otra Desnudada, la mayor. Hizo su viaje de noche, con la cara envuelta en tupido velo, y apareció en Vitoria, en la casa matriz de las religiosas de una Orden que tiene por misión asistir a los enfermos y amparar a los niños abandonados. Quedaban solamente en Urdazpi tres de las sobrinas del cura; pero de allí a medio año escapáronse juntas dos de ellas, y se incorporaron a la partida, que por entonces recorría las cercanías en triunfo. Una de las muchachas tuvo ocasión de pelear como un hombre, con denuedo rabioso, contra las tropas liberales hasta que una bala le atravesó el fémur y pereció desangrada. En cuanto a la otra... -¿Murió también? -preguntamos. -Peor que si muriese -contestó melancólicamente el narrador-. No sé qué será de ella; rodará por Bilbao; es lo probable. Esa no supo comprender que por mucho que desnuden el cuerpo, el pudor y decoro sólo se pierden cuando se desnuda el alma. -¿Y la quinta sobrina del cura de Urdazpi? -¡Ah! Esa vive hoy al lado de su tío, que se acogió a indulto al terminar la guerra civil. Humilde y resignada, ya madura, atendiendo a sus labores domésticas y a sus devociones, no parece recordar que en algún tiempo quiso vivir apartada de sus semejantes... Y en el pueblo la respetan, ¡vaya si la respetan! A pesar de que no puede olvidarse la espantosa acción del Manco, nadie se atrevería a llamarla Desnudada en alta voz. 

Fuentes:

Historia del sufragio femenino, Documentos RNE, dirección de Elvira Martelles (audio).
Emilia Pardo Bazán en Wikipedia.
Emilia Pardo Bazán, Pasajes de la Historia, Juan Antonio Cebrián (audio).

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