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3 de mayo de 2013

Guardia de noche


José Luis Muñoz, Hamlet y Ofelia, sf.

Hay noches en las que una bruja sube sola a la montaña. Algo en el aire de la tarde, cuando el sol ya no se ve pero el cielo aún no ha oscurecido por completo, que la invita a abrigarse un poco y prepararse para la guardia de noche. Enfila lento el sendero que lleva a la cima, respirando profundo el olor del bosque oscuro, los ojos entrecerrados. Bajo el canto de los pájaros no se escuchan sus pasos, avanzando por tres caminos al mismo tiempo en un solo gesto.

Desde rocas más altas que las nubes, puede contemplarse el abismo. Aquellos que dominan la luz, no temerán a las sombras, porque éstas danzarán en obediencia a sus deseos. Pero cuando empiezan a escalar desde el fondo y la rodean, tan densas y frías como si se hundiera en un insondable lodazal, el dominio de la luz empieza a quedar demasiado lejos, y regresa un temblor antiguo. 

La respiración se vuelve mas profunda, los ojos se abren y escrutan la negrura. De vez en cuando las brujas sienten la irrefrenable necesidad de subir al lugar más alto que conocen y, desde allí, reencontrarse con los monstruos que habitan las profundidades. Hacerlos volver, uno a uno, tocarlos, mirarlos a los ojos y, en un estremecimiento, reconocer en ellos un terrible reflejo de su propio ser. 

Hay noches así. Tal vez sea una manera de restablecer el equilibrio, una forma de pagar una vieja deuda o de poner a prueba la verdad que hay en lo que creen que son, en lo que creen que es su voluntad, su deseo o su necesidad.

De vez en cuando hay que conceder audiencia a los monstruos para que nos digan lo que les quedó por decir, o repitan por enésima vez lo de siempre, hay que acariciarlos, a pesar del dolor, el asco, la rabia o la tristeza que nos provoque. Comprender que ya nada del pasado importa, porque estamos fuera de su alcance. Y que nada del futuro importa, porque el futuro no es más que una ilusión. Redimir. Dejar ir. Dejarse ir.

Desfila la corte monstruosa, hogueras altas, cauces desbocados, danzas extrañas entre las luces y las sombras, fuera del tiempo. El diablo raramente habita los ojos, la piel o las entrañas; el diablo son las palabras con las que tratamos de entender el mundo, a los demás, a nosotros mismos; las palabras con las que empezamos jugando y que terminan por encadenarnos a la roca de un sacrificio a lo absurdo, a los caprichos de un mundo que se ignora con indolencia a sí mismo.

El milagro es que a pesar de estar carga podamos aún tendernos sobre la hierba verde sin buscar un significado ulterior, descansar en ese abrazo silencioso, sentir el latido de la tierra sincronizándose con el nuestro. Volver a casa sin medir el tiempo, vivir los misterios que, sólo por no poder ser contados, se han creído secretos. Siguen ahí donde los antiguos se encontraron con ellos, tan reales como entonces, siempre cerca, siempre al alcance.

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