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13 de abril de 2013

El derecho al precipicio


Rockwell Kent, Girl on cliff, ca. 1930

Ya no puedo acercarme a su casa como en aquellos días grises, casi felices, en los que fuimos vecinos. Estoy lejos y su dolor me duele. Pero aprovecharé ese tono tan cercano que únicamente las distancias permiten para hacer un poco de magia y pedirle que imagine, Maese, que ahora que nadie puede ofenderse ya por ello, tomo confianzudamente sus manos entre las mías y lo miro directo a los ojos. 

Imagine también que en tal momento me atrevo a recordarle -así quedito y entre nos-, que aquí los presentes vivimos la vida que escogimos vivir, entre las muchas que teníamos al alcance y hubieran podido ser. Una vida que venía danzando de la mano con todas sus posibles consecuencias; y que son las mismas posibilidades que en su día cortejamos con atrevimiento las que hoy vienen a tocar a nuestra puerta.
Y después de esto dígame si puede seguir enojado con quienes -antes por torpeza que por auténtica maldad- nos han dañado alguna vez. Si realmente puede creer aún que les dejamos otra opción.

Sabe que en los cuartos oscuros de nuestro oficio no sólo tejemos la narración de los hechos del mundo, sino de nuestra propia existencia. Sabe, en el fondo, cuán responsables podemos llegar a ser, con todos nuestros trucos, del aspecto final que luzcan las cosas; con cuánta incuestionada naturalidad puede presentarse la más elaborada de nuestras creaciones.
Sabe que, por inconfesable que resulte, esto tiene un poco de teatro, también. Que si caemos al fondo de nuestra desilusión con todo el peso de la experiencia, es sólo para darnos el tremendo lujo de levantarnos después como criaturas a las que el sol sonríe por vez primera.

Si entonces, cuando aún estábamos a tiempo, algún insensato hubiera tratado de disuadirnos de nuestra elección hubiéramos defendido a sangre y fuego nuestro derecho al precipicio. Porque eso es precisamente lo que nuestra alma anhela: El precipicio al que llegan a disolverse los límites que solos nos impusimos, y el instante trágico en el que ella puede al fin desplegarse en sus verdaderas dimensiones. Y, con ello, ver renacer la esperanza de que esta vez no fallaremos a la hora de honrarlas.

No crea que es tan fácil de disimular un espíritu tan grande por más que lo vista en apariencias discretas. No crea que no observamos, por los resquicios que quedan entre las líneas que escribe aquí y allá, que ha sido usted mucho más que un rebelde: un hombre valiente - ambos sabemos las razones-. No crea que la vida, su vida escogida, pueda pasar esto por alto. Recuerde que cuando nuestro ánimo ejerce la alquimia precisa, cada pérdida deviene un reencuentro más jubiloso.

Hace días que me agota la idea de animar a las palabras como quien sopla, aburrido, sobre un puñado de pedacitos de papel... Sé sin embargo que volvería mil veces al llamado de alguno de los nuestros. Como una corriente exaltada la vida me empuja lejos de lo que solía ser, dejando atrás una piel demasiado vieja y pesada que habrá de convertirse en arena de la orilla abandonada al emprender una nueva aventura. 

Discurre la vida siempre hacia lo nuevo e inexplorado, pero no nos conviene resistirnos a su terrible abrazo, en ocasiones incomprensible pero siempre más sabio que nuestras reticentes conciencias. De vez en cuando, hay que dejarse sorprender por la resplandeciente desnudez de los hechos, tal como son, y entregarse sin reservas a la exuberante belleza que se esconde entre los pliegues secretos de la más común de las existencias.

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