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11 de octubre de 2012

Viajero


Tiffani Gyatso, Taming the tamed horse, sf


Me gusta el momento en que volvemos a viejos lugares no para reavivar recuerdos queridos, sino porque en ellos nos aún nos sentimos bien. Me gusta cuando esto sucede con las personas, y las historias de cada quién suponen sólo una parte de lo que significa estar allí.

Cuando yo era joven, muy joven, la palabra "viajero" resonaba en mi interior con un brillo mágico. Hacíamos planes de los lugares a los que iríamos, imaginábamos la gente que conoceríamos. Pero cuando yo era, a decir verdad, más pequeña que joven, nada estaba más lejos de mi mente que América. Yo pensaba en el mítico "Norte", en la nieve... en un exceso de imaginación podía coniderar Asia o Australia, pero no América.

Cuando yo era pequeña ya quería ser bruja, una bruja de la tierra, como las que yo había leído que una vez hubo en Inglaterra. El chamanismo, el vuduismo, incluso las religiones y espiritualidades oriental me parecían extrencicidades tan foráneas como el cristianismo o el islamismo. Se puede decir que tenía el mal, y tenía la cura; los planes de mi prisión mental incluían su ineludible derrumbe.
No puedo decir que viajé a México porque me atrajera el país, más que nada porque era prácticamente desconocido para mí. Pero yo quería entender cosas, hacer cosas, y creí sinceramente que allí me esperaba una oportunidad de aprendizaje. Y la hubo, de hecho, hubo muchísimas, como una plaga de ratas sorprendida saliendo en tropel de los rincones más inesperados. 

Cuando viajas, de verdad, a la antigua, y permaneces el tiempo suficiente en una tierra que no es aquella que te conoció tan bien, también la sensación de extrañeza se va diluyendo. A fuerza de contrastes y matices, de pérdidas, encuentros, equivocaciones e islas de inesperada paz vamos descubriendo de qué estamos hechos. Yo, por ejemplo, entre otras cosas descubrí que el cuerpo mediterráneo extraña el sol, las noches de verano en la playa, el color de los chopos y los arces en las calles de la ciudad, el olor del lecho de agujas secas de pino en la tierra, y su manera de crujir al caminar sobre ellas. 
Si hubiera viajado al "Norte" no hubiera resistido mucho, ahora lo sé. Pienso en toda la gente que "añora" este frío... qué aprendizaje sería para ellos vivirlo, la decepción que en muchos casos ocurriría (y en otros no). Pienso en la gente que habla de "añorar" el pasado, añorar los tiempos "gloriosos de la guerra", como si no hubiera habido suficiente, como si aún pudieran dar la espalda a la realidad de lo que una guerra es.

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Cuando viajas, y no eres un turista, te quedas a vivir en una tierra que va dejando de ser tan extraña a medida que nos enseña que las cosas no tienen porqué ser como las creímos, las aprendimos o las imaginamos. Que las cosas, de hecho, no tienen porqué ser ni siquiera cómo recordamos haberlas vivido. Cosas en las que nunca te habrías fijado, cosas ínfimas, tan asimiladas que nunca antes las habías visto. No importa cuanto intentes prevenirte, siempre serás sorprendido.

Cuando viajas de esta manera conoces las diferencias y los matices que pueden haber entre dos mundos que se rozan, dos mundos que se supone que forman parte del mismo plano material. Entonces  empiezas a plantearte qué diferencias puede haber entre los que conocemos, y los "otros" mundos. A regañadientes tal vez, comprendes que no eres de un mundo o de otro, que no te pertenecen ni tu les perteneces. Que transitas - que transitamos- durante un tiempo que se nos ha dado, cuya medida desconocemos.
Estas experiencias que nada parecen tener de mágico rompen el caparazón de lo habitual y empezamos a ver que la realidad es más amplia de lo que sospechábamos, poco a poco, no sin dificultades aprendemos a anidar en la incertidumbre, forzados a confiar en ella.
Pero, de alguna manera, siempre habrá quien continúe manteniendo sus viejos sueños lejos de cualquier realización, asegurándose de que nunca se cumplan. Siempre habrá quien en vez de derrumbar, o simplemente salir, de su cárcel mental pretenda encerrar a otros en ellas.

Cuando vas de uno a otro mundo, lo primero que caen los las etiquetas. Caen porque no en todos los mundos las palabras tienen tanta incidencia como en el nuestro, y porque hay experiencias a las que las palabras sólo pueden acercarnos, como un pañuelo podría acercarnos al contorno de un objeto invisible que cubriera. Cuando viajas a estos otros mundos, dejas una parte importante de ti en el camino. Sacrificas un viejo "yo", hecho girones por las espinas del camino, como señal para poder avanzar por el sendero del descenso. Lo que tenías, ya no sirve. Tienes que aprender a llevar contigo sólo lo que puedas llevar, no sólo físicamente. Aprendes, también,  que en ocasiones, las distancias físicas significan poco. 

Y a la vez que te vas familiarizando con lo que no conocías, vas convirtiéndote en una extraña tanto entre aquellos de la tierra de la que procedes, como entre aquellos que habitan el territorio al que te diriges. No tienes un lugar al que volver, sino lugares a los que ir y cosas que hacer. Y el sol sigue saliendo.

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