Vistas desde La Mussara (Tarragona), 2014 |
Hace algunos meses empecé a explorar el proceso de Ascenso - entendido como el tránsito opuesto al Descenso al Inframundo-. Al no tratarse de una elección consciente, me costaba imaginar a dónde conduciría este camino; como cada inicio estaba lleno de incógnitas y de expectativas que, paso a paso, se van viendo expuestas y superadas por la realidad. De hecho, es precisamente este punto el que a menudo me permite validar la experiencia como algo más allá de un paseo por mi propia fantasía.
Cuando aprendemos a enlazar nuestros recorridos psíquicos con los físicos solemos encontrarnos con esclarecimientos súbitos, con momentos en los que las cosas por fin parecen encajar. Algo parecido me ocurrió una noche de finales de este junio, cuando sin esperarlo me encontré contemplando tierra y cielo desde el asombroso mirador de la Mussara, un enclave cuyo auténtico misterio me temo que no se encuentra en las historias que se cuentan al respecto.
Del mismo modo que hay muchos aprendizajes en el camino del Descenso, debe haber muchas enseñanzas en el Ascenso. En muchas culturas el ascenso es una vía iniciática que transcurre por medio de los logros, ya sean mundanos (materiales o sociales) o ascéticos, y que lleva a la unión o encuentro con el "Padre", y la identificación con este principio en el punto álgido del camino Sobre Tierra.
La literatura al respecto tiene sentido, y algo de eso iré desgranando en mi vida y - de paso- en los siguientes posts, pero una cosa es cómo las historias, el relato heredado explícita o implícitamente toma forma en nuestro pensamiento, y otra la forma en que se manifiesta cuando pisamos sobre el terreno.
En algún momento de nuestra historia empezamos a percibir rasgos de humanidad en las divinidades, los dioses y diosas se convirtieron en maestros de las artes y conocimientos legados a la civilización. A cambio, encerramos nuestra percepción de lo divino en esa reducida esfera hasta el punto que si un dios convoca la lluvia es para castigar o premiar a los humanos, sus cosechas y su ganado; como si nada importara más en el universo, como tierras, océanos y criaturas que los pueblan no siguieran ahí, sosteniéndonos al fin y al cabo. Algo parecido sucede con ese antropoteísmo exacerbado que nos lleva a trasladar los rasgos de género que culturalmente asignamos a hombres y mujeres a las divinidades, tal cual, sin pensar en dar un paso más allá hacia la naturaleza íntegra de una divinidad. La montaña (altura) es la contraparte de la sima (profundidad), podemos sexualizar estos elementos pero a menudo es innecesario para trabajar con ellos, o incluso puede convertirse en una distracción.
Del mismo modo que hay muchos aprendizajes en el camino del Descenso, debe haber muchas enseñanzas en el Ascenso. En muchas culturas el ascenso es una vía iniciática que transcurre por medio de los logros, ya sean mundanos (materiales o sociales) o ascéticos, y que lleva a la unión o encuentro con el "Padre", y la identificación con este principio en el punto álgido del camino Sobre Tierra.
La literatura al respecto tiene sentido, y algo de eso iré desgranando en mi vida y - de paso- en los siguientes posts, pero una cosa es cómo las historias, el relato heredado explícita o implícitamente toma forma en nuestro pensamiento, y otra la forma en que se manifiesta cuando pisamos sobre el terreno.
En algún momento de nuestra historia empezamos a percibir rasgos de humanidad en las divinidades, los dioses y diosas se convirtieron en maestros de las artes y conocimientos legados a la civilización. A cambio, encerramos nuestra percepción de lo divino en esa reducida esfera hasta el punto que si un dios convoca la lluvia es para castigar o premiar a los humanos, sus cosechas y su ganado; como si nada importara más en el universo, como tierras, océanos y criaturas que los pueblan no siguieran ahí, sosteniéndonos al fin y al cabo. Algo parecido sucede con ese antropoteísmo exacerbado que nos lleva a trasladar los rasgos de género que culturalmente asignamos a hombres y mujeres a las divinidades, tal cual, sin pensar en dar un paso más allá hacia la naturaleza íntegra de una divinidad. La montaña (altura) es la contraparte de la sima (profundidad), podemos sexualizar estos elementos pero a menudo es innecesario para trabajar con ellos, o incluso puede convertirse en una distracción.
Si tuviera que
concentrar en una palabra lo que este tránsito me ha aportado, sería,
sin lugar a dudas, "Perspectiva". Por supuesto, hablar de "perspectiva" desde la cima de una montaña suena a obviedad, pero el caso es que, en ocasiones, las cosas no son precisamente complicadas. Algo que se puede ver la noche del 23 de junio desde el barranco en el que termina lo que queda de la Mussara, son los fuegos artificiales de las celebraciones de San Juan en los pueblos y ciudades que se extienden a los pies de la sierra. Tan impresionantes como se ven cuando estamos a orillas de la playa, la altura de la cima recuerda calmadamente lo que en realidad son: fuegos artificiales, efímero entretenimiento humano que no puede competir y palidece ante la solemnidad rocosa de los montes, o el brillo inigualable de las estrellas. Los gigantes no tienen prisa, aún cuando se la erosión los vaya mermando y la misma oscuridad los devore al final; en comparación nuestras vidas aceleradas son a penas un suspiro, y incluso tal vez la humanidad misma lo sea.
Aunque no sería sensato cambiar la escala humana por la de los montes, las estrellas o los dioses en nuestra vida cotidiana, pero encontrarnos súbitamente expulsados de la burbuja en la que a menudo nos encontramos "demasiado atareados" como para dedicarnos a vivir, sí puede ayudar a repensar algunos aspectos de nuestras vidas y corregir las proporciones que con el tiempo y por inercia hemos ido descuidando. Reconocer qué es "naturaleza sustentadora" y qué "fuego artificial" en nuestro entorno, y en nosotros mismos. A veces simplemente rehuímos detenernos y contemplar, porque sabemos que la toma de conciencia nos empujará a hacer grandes cambios y no tenemos demasiado claro cómo afrontarlos. La naturaleza reencontrada nos impulsa a buscar nuestro ritmo interno,
que a menudo retorcemos y forzamos por exigencias ajenas o
autoimpuestas. Pero el ascenso supone también llegar a un punto desde el cuál orientarnos, la oportunidad de salir por un momento del bosque en el que estamos inmersos, ver a dónde lleva el camino que seguimos (o los diferentes caminos a los que tenemos acceso) y hacer elecciones meditadas al respecto.
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