Páginas

27 de mayo de 2013

Amor y lucidez





Hace unos días en un blog en el que se habla acerca de alimentación surgió un debate acerca de si era seguro o no usar el microondas en la cocina. Una persona nos advirtió que era muy peligroso, y pasó un enlace sobre un experimento en el que se comparaba durante diez días una planta regada con agua que había pasado por el microondas, y otra que no.  Al final, la primera planta había muerto. Como la cosa sonaba alarmista, y no había referencias en el documento, una respuesta cordial era ofrecernos a hacerlo nosotros mismos y ver lo que sucedía. Entonces la persona que nos había escrito pidió que no lo hiciéramos, y que borráramos su comentario, porque siguiendo el principio de ahimsa (no-violencia) e invocando al amor, no quería ser la causa de ningún daño a la planta.
Creo sinceramente que el comentarista tenía la mejor de las intenciones, y los comentarios se ocultaron; pero quedó la curiosidad y en un par de búsquedas rápidas por la red pude comprobar que el mito del agua-de-microondas-asesina-de-plantas había sido desmontado por la vía empírica y explicado en Snopes.com hace un año. Ninguna planta fue dañada durante el experimento de comprobación, por cierto.

Obviamente no estoy escribiendo aquí para defender el uso de un electrodoméstico, sino porque la anécdota que acabo de explicar es una muestra de lo que sucede con relativa frecuencia con las buenas intenciones y los senderos espirituales o de desarrollo personal. El principio de la no-violencia parece tener como objetivo evitar el sufrimiento innecesario, pero a veces el árbol nos impide ver el bosque. Alguien que no quería dañar una sola planta, no tiene reparo alguno en difundir una información falsa que genera un efecto de alarma en aquellos que la leen y que contribuye a las sensaciones de  malestar, desconfianza e impotencia del colectivo.  ¿Qué efecto que puede tener en una persona comer algo que le han dicho que puede ser peligroso para su salud? ¿Cuál será el nivel de culpa que podemos infundir en una madre a la que no le queda más remedio que calentar la comida de sus hijos en el aparato que le hemos advertido que puede dañarlos?  Hacer esto de manera completamente inconsciente, sin haberse detenido siquiera a comprobar la información que estamos esparciendo, ¿no es acaso un acto de violencia innecesaria sobre nuestros congéneres?

Para poder seguir el principio de la no-violencia se necesita ser capaces de discernir. Resulta fácil elegir entre lo beneficioso y lo dañino; lo difícil es, entre dos males, escoger que cause menor perjuicio. Tomar acción, y asumir las consecuencias. Si un principio espiritual nos está inmovilizando o estancando en algún punto, hay una falta de comprensión. Por ignorancia, vertemos el daño sobre nosotros mismos, y perjudicamos a aquellos que están en relación con nosotros. La vida es un fluir constante y para estar bien fluimos con ella.
Existe un apego terrible que se disfraza de virtud cuando nos negamos a quedar en deuda con el resto de los seres vivos a los que estamos vinculados, significa que de algún modo tenemos miedo a aportar nuestra parte en el juego, a entregarnos a aquello que es mayor que nosotros. Querer ponerse a uno mismo por encima del resto de seres y "perdonarles la vida", no es sino un signo de ignorancia y soberbia. Ni siquiera es por este camino por el que se renuncia al mundo. Hay una gran diferencia entre evitar sufrimiento innecesario y adoptar esta actitud tan dañina, olvidando que nuestros cuerpos también serán cadáveres algún día.

Por esto siempre me han gustado las palabras de Khalil Gibran:
Ojalá pudieras vivir bastado con la fragrancia de la tierra, y como una planta sustentarte por la luz.

Pero ya que tienes que matar para comer, y robar a los jóvenes la leche de la madre para saciar tu sed, entonces haz de esto un acto de adoración, y que tu mesa sea un altar en el cual los puros y los inocentes del bosque y campo son sacrificados por aquello que es más puro y más inocente dentro de muchos.

Cuando matas a un animal, dile en tu corazón,

«El mismo poder que te mata, me matará a mí; y así mismo seré consumido.
Porque la ley que te entrega a mi mano, me entregará a mí en la mano de otro más poderoso.

Tu sangre y mi sangre no son sino la savia que alimenta el árbol del cielo».

Y cuando aplastates una manzana con los dientes, dile en tu corazón,

«Tus semillas vivirán en mi cuerpo,
Y los capullos de tu mañana florecerán en mi corazón,
Y tu fragrancia será mi aliento,
Y juntos nos regocijaremos por todas las estaciones».

Tomamos de la Tierra y el Cielo nuestro alimento, nuestra bebida y nuestro aliento. Es verdad que podemos restringir nuestro consumo, eliminar de nuestra ingesta todo cuanto no nos es estrictamente necesario para vivir y desarrollar nuestras funciones, pero esto por sí solo no nos liberará de la deuda principal. En vez de pensar en cómo evitar la acumulación de deuda, podríamos pensar en cómo agradecer todo aquello que nos ha sido entregado, qué es lo que nos toca hacer a nosotros a cambio. Si el mundo entero se entrega de esta manera dramática para que nuestra vida siga un día tras otro en las condiciones que conocemos, lo mínimo que podemos hacer es procurar que esa vida valga la pena, que haya en ella cierta entrega al universo que la sustenta.

Posiblemente el amor sea el único camino, pero el amor en el sentido trascendente del término. Avanzamos en él, hacia él y nos romperemos y volveremos a construir mil veces antes de comprender un ápice de lo que en realidad sucede. No es el amor que podemos sentir por una persona, o un camino, o una deidad concretos; ni tampoco es un amor al que la voluntad pueda poner condición alguna. Este amor ha habitado en la suavidad de un pétalo de flor de almendro; pero ha permanecido, inalterable, mientras la tierra se bañaba en sangre. No es que deba dirigir la vida de la humanidad, es que la humanidad no puede escapar de él.

En el mundo de los hombres, este gran amor es el misterio último que late en el centro silencioso de cada cosa manifiesta. Pero el reino de las formas, en el que habitamos, tiene sus propias características. Para movernos por él necesitamos, además de buenas intenciones y benevolencia, capacidad de comprensión, discernimiento y voluntad de entrega. Necesitamos poner en uso la herramienta del intelecto, comprender cómo funcionan las cosas para poder restablecer el orden cuando se haya alterado o arreglar aquello que se haya estropeado. En su dimensión humana, el amor requiere de lucidez para no equivocar las metas (nutrir, proteger, reparar), de lo contrario sólo conduce a la confusión y a la desgracia propias y ajenas.

14 de mayo de 2013

Relevo

Arthur Rackham, Brünnhilde's Immolation, 1911




Tomé la decisión más importante de mi vida a los veinte años; si hubiera sabido entonces con certeza el camino por el que esta elección me llevaría, tal vez lo hubiera aceptado de todos modos. Fue mucho el aprendizaje, pero también fue muy alto el precio a pagar por él.  Fue un sendero hermoso como una promesa que se cumple, pero plagado de conflictos y dificultades innecesarios para un alma que no buscase en cierto modo el castigo a su rebeldía.

Mucho después de que la última batalla se extinguiera, las hogueras aún humeaban en los campos devastados. En el silencio de una noche perfumada por la primavera e iluminada por la luna, nos pareció que había sido más sencillo sobrevivir en medio de una batalla que volver a habitar la paz. El arma siempre cerca, por si acaso; los pies dispuestos a correr lejos, o a dar un salto hacia adelante; los nervios tensos al contemplar en el espejo de las aguas las heridas que no se ven de día, las que siguen allí.

No sé si un día entenderé el valor de aquel sacrificio, no sé si un día podré decir convencida que valió la pena. Sé que era de la mayor importancia para lo que una vez fui y que ha sobrevivido sólo para dejarme en esta orilla, regalándome la oportunidad de vivir de nuevo. Lo agradezco, y me pregunto qué podré hacer en adelante para honrar ese gesto. Sé que llega el momento de la despedida, y es tan difícil como necesario dejar de reconocerme en esos grandes ojos tristes en los que ahora danza el reflejo de las llamas.

3 de mayo de 2013

Guardia de noche


José Luis Muñoz, Hamlet y Ofelia, sf.

Hay noches en las que una bruja sube sola a la montaña. Algo en el aire de la tarde, cuando el sol ya no se ve pero el cielo aún no ha oscurecido por completo, que la invita a abrigarse un poco y prepararse para la guardia de noche. Enfila lento el sendero que lleva a la cima, respirando profundo el olor del bosque oscuro, los ojos entrecerrados. Bajo el canto de los pájaros no se escuchan sus pasos, avanzando por tres caminos al mismo tiempo en un solo gesto.

Desde rocas más altas que las nubes, puede contemplarse el abismo. Aquellos que dominan la luz, no temerán a las sombras, porque éstas danzarán en obediencia a sus deseos. Pero cuando empiezan a escalar desde el fondo y la rodean, tan densas y frías como si se hundiera en un insondable lodazal, el dominio de la luz empieza a quedar demasiado lejos, y regresa un temblor antiguo. 

La respiración se vuelve mas profunda, los ojos se abren y escrutan la negrura. De vez en cuando las brujas sienten la irrefrenable necesidad de subir al lugar más alto que conocen y, desde allí, reencontrarse con los monstruos que habitan las profundidades. Hacerlos volver, uno a uno, tocarlos, mirarlos a los ojos y, en un estremecimiento, reconocer en ellos un terrible reflejo de su propio ser. 

Hay noches así. Tal vez sea una manera de restablecer el equilibrio, una forma de pagar una vieja deuda o de poner a prueba la verdad que hay en lo que creen que son, en lo que creen que es su voluntad, su deseo o su necesidad.

De vez en cuando hay que conceder audiencia a los monstruos para que nos digan lo que les quedó por decir, o repitan por enésima vez lo de siempre, hay que acariciarlos, a pesar del dolor, el asco, la rabia o la tristeza que nos provoque. Comprender que ya nada del pasado importa, porque estamos fuera de su alcance. Y que nada del futuro importa, porque el futuro no es más que una ilusión. Redimir. Dejar ir. Dejarse ir.

Desfila la corte monstruosa, hogueras altas, cauces desbocados, danzas extrañas entre las luces y las sombras, fuera del tiempo. El diablo raramente habita los ojos, la piel o las entrañas; el diablo son las palabras con las que tratamos de entender el mundo, a los demás, a nosotros mismos; las palabras con las que empezamos jugando y que terminan por encadenarnos a la roca de un sacrificio a lo absurdo, a los caprichos de un mundo que se ignora con indolencia a sí mismo.

El milagro es que a pesar de estar carga podamos aún tendernos sobre la hierba verde sin buscar un significado ulterior, descansar en ese abrazo silencioso, sentir el latido de la tierra sincronizándose con el nuestro. Volver a casa sin medir el tiempo, vivir los misterios que, sólo por no poder ser contados, se han creído secretos. Siguen ahí donde los antiguos se encontraron con ellos, tan reales como entonces, siempre cerca, siempre al alcance.