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8 de septiembre de 2013

Las zapatillas rojas



En el umbral que separa lo que se conoce de lo que se espera conocer se proyectan a menudo los fantasmas de la duda y el temor. Recuerdo, en más de una ocasión, haber deseado tener un par de zapatos de rubí como los de Dorothy, que me aseguraran el regreso a casa si las cosas se ponían demasiado feas... Sin embargo, a veces ese billete de regreso es lo último que necesitamos.

Para algunos el hogar está justo al otro lado de esa frontera que retiene al viajero como la Esfinge y su enigma. Y su llamado, difícil de acallar, és dolorosamente claro por más que lo vistan las brumas de la incertidumbre. Aunque las maravillas que acontecen cada instante en nuestro entorno serían incontables, a penas llaman nuestra atención porque en algún momento se decidió ponerles una etiqueta que las enviara directamente al fondo de los armarios, con todo aquello que "tal vez un día podamos necesitar". Pero lo cierto es que son sumamente importantes y no estaría mal asegurarnos de tenerlas a mano. 

Vivimos nuestra realidad muy por debajo de sus posibilidades: Las puertas permanecen abiertas, pero nos quedamos en la frontera alimentando nuestras dudas como los ancianos alimentan a los patos en un parque, y nos empeñamos en encontrar la manera de perder nada al dar el siguiente paso... ¡Cómo si pudiéramos hacerlo! Nos resultan aleccionadoras las historias en las que un humano trata de negociar con la Muerte, pero no pensamos demasiado en los modos que tenemos de hacer lo mismo con la Vida, como si ésta fuera menos implacable que su hermana oscura.

A veces los zapatos de rubí se convierten en aquellas malditas zapatillas rojas que hacían danzar sin descanso a aquel que las calzaba; ser perpetuamente sacudido por fuerzas invisibles e implacables durante el sueño y la vigilia, sin un tiempo para nosotros, para los nuestros. Contínuamente torturados por una legión de voces que nos recuerdan que no somos nada, que no merecemos nada, que tenemos sólo un lugar que ocupar, un rol que cumplir y una lista de tareas que desempeñar con eficiencia. Aunque a menudo lo juzguemos como una locura, lo más sensato que podemos hacer en estos casos es sacarnos esos zapatos de rubí, lanzarlos bien lejos, y avanzar descalzos y confiados más allá del arco iris. Al fin y al cabo no hay nada realmente importante que podamos perder en esto, que no pudiéramos perder de todos modos al decidir instalarnos en la autotortura.

Lo cierto es que muchas de las cosas que conservamos en forma de anhelo están más cerca de nuestro mundo de lo que nos atrevemos a creer. En no pocas ocasiones, de hecho, pugnan por manifestarse en nuestras vidas y nosotros, cobardes, las empujamos una y otra vez al fondo. Como deseo no exigen nada de nosotros, sin embargo su realización requiere un compromiso, un riesgo, una mirada sostenida a los abismos, especialmente a los propios.
Tal vez por ello cargamos con el peso de muchas generaciones que han sostenido un "no" perpétuo por respuesta, que han levantado muros y cerrado puertas hasta encarcelarse a sí mismas, pero siempre podemos aprender a decir "sí", y dar un paso más, o un saltito. Y esperar a ver qué pasa. Y seguir a nuestro propio ritmo. Y celebrar cada paso; disfrutar del camino, de sus paisajes, de los percances y alegrías que vayan apareciendo.

La humanidad ha olvidado el sentido profundo de sus propios códigos, ha perdido la comprensión y, confundiendo fondos y forma, padece de una literalidad mortal... Muchas de las cosas en las que no acabamos de atrevernos a creer están aquí mismo, esperando simplemente a que nos demos cuenta. Y si puede ser cierto que nuestros ojos han perdido la capacidad de verlas, nada nos impide alargar una mano para tocarlas.


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