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30 de julio de 2012

Después del incendio


Sara Uría, Brote, sf

Como cada año, los incendios arrasan parte de nuestros bosques, aunque este año el fuego parece haberse ensañado especialmente. Por supuesto, a pesar de que se busque señalar culpables, aquello que hay detrás de tanto sufrimiento es una mala gestión de las áreas forestales, provocada por la ignorancia y el desinterés de los mal llamados "responsables". 
Una vez más, como en tantos otros aspectos que no parecen tener cabida en las agendas del político de turno, las iniciativas para mejorar esta situación provienen de ciudadanos que en ocasiones no tienen más que aportar que sus desinteresadas ganas de ayudar. A pesar de esta situación, son muchos los logros que se pueden alcanzar por este medio, si bien debemos asegurarnos que nuestras buenas intenciones y esfuerzos no caigan en un saco roto, o lo que sería peor, resulten contraproducentes.  

Después de un incendio, después de tragar con los ojos las imágenes desoladoras que las llamas dejan a su paso, nuestra imaginación herida trata de sustituir el gris de la ceniza por un tapiz de nuevos y redentores verdes. El bosque puede recuperarse, nos decimos; lo que no queremos oír es que para recuperar nuestros bosques debemos ser capaces de darles tiempo. Lo que no queremos oír es que para volver a tener bosques, deberemos defender durante muchos meses los terrenos calcinados y silenciosos. Sucede, al fin y al cabo con nuestras propias vidas; hemos adquirido la tendencia a desechar las cosas antes que arreglarlas, a descartar un proyecto, por importante que sea, si nos pide invertir demasiado tiempo en su realización, etc. 
Plantar un árbol, o dos, o un millar es una buena ayuda. Pero no sirve de nada si no se hace cuándo y dónde debe hacerse. De hecho, no sería muy extraño que con el argumento de que "la reforestación no funcionó", se decida vender el terreno y despedirse no sólo del bosque que se perdió, sino del que pudo haber regresado. 

No nos sobran bosques, y cada vez están en peores condiciones. Entre las muchas cosas que quedan por hacer y que, por su naturaleza, deberían incumbir a todo aquel que se considere pagano, es recuperar el conocimiento relacionado con los bosques; las especies que los habitan, los modos en los que éstas interactúan, entender cuál es el papel del hombre en los bosques, a los cuales puede - y debería- defender, no sólo desde la posición de un voluntariado de emergencia, sino como una fuente de trabajo digno, que tampoco nos sobra, así como contribuir a revalorar los bosques - y otros entornos naturales-, como un espacio de educación y cultura que no podemos permitirnos perder. Este no es un trabajo que se pueda conseguir en un año o dos, pero es una labor que debe hacerse, que cualquiera puede empezar a hacer, y en la cual cada objetivo alcanzado, por pequeño que sea, es un gran logro, aún cuando no sirva a fines publicitarios.

Dicho esto, reproducimos un fragmento de el comunicado emitido por la asociación IAEDEN-Salvem l'Empordà el pasado 27 de julio, con algunas indicaciones para recuperar los terrenos afectados por un incendio. El comunicado completo puede leerse en VivaLeBio.


MEDIDAS Y CRITERIOS A TENER EN CUENTA PARA RECUPERAR UNA ZONA DESPUÉS DE UN INCENDIO 
Desde la IAEDEN-Salvem l'Empordà, ante las diferentes iniciativas que están saliendo a internet, de manera más o menos estructuradas, de plantación de árboles o de realizar acciones de recuperación, queremos hacer un llamamiento a la calma y serenidad. Queremos recordar los criterios científicos basados ​​en evidencias y conocimientos que deben tenerse en cuenta con una situación de este tipo. Un ejemplo lo podemos encontrar en estas recomendaciones(1): 
1. No repoblar entre 12 y 24 meses después del incendio. El suelo pasa durante los primeros meses por "una ventana temporal de riesgo de degradación". Es un sistema muy frágil que implica que los primeros centímetros de profundidad quedan afectados. El mismo suelo ha de regenerarse antes de llevar a cabo cualquier tipo de intervención humana. 
2. Reforestar sin utilizar maquinaria para conservar el banco de semillas edáfico. Es importante repoblar con especies autóctonas y hacerlo cuando el suelo goza de humedad suficiente para que el plante arraigue. Durante el invierno sería una buena época. Y sólo si es necesario. En gran parte de las zonas el medio se puede auto-reforestar sin nuestra ayuda. 
3. Proteger de la erosión. Si se quiere proteger de una posible erosión por lluvias torrenciales, la actuación debe ser en este caso inmediata, lo antes posible. En este sentido aplicar materia orgánica podría ser efectivo. A menudo se forman de manera natural, acolchados de acículas de pino. Un ejemplo de cómo la propia naturaleza protege el suelo del impacto de las gotas de lluvia. Habrá zonas donde el suelo ha quedado en muy malas condiciones y donde ni siquiera una reforestación podría ser un éxito. Para estos casos la aplicación de algún sustrato orgánico, compuesto, podría funcionar. 
4. Consultar a profesionales. Hay que diagnosticar para poder decidir qué es lo mejor en cada caso, y en cada zona afectada. A veces es mejor dejar que la naturaleza se recupere por sí sola, pero cualquier decisión debe basarse en un diagnóstico experto. 
(1) Jorge Mataix-Solera, profesor de Edafología Ambiental de la Universidad Miguel Hernández de Elche (UMH). Coordinador de FUEGORED, red donde cada vez hay más presencia de gestores que tratan de acercar la investigación a la gestión forestal. En 2012 la red se compone ya de más de 200 miembros, investigadores de más de 30 universidades y centros de todo el estado así como destacados investigadores extranjeros procedentes de países como Australia, Estados Unidos, Portugal, Lituania o Reino Unido.
IAEDEN (Institución Altempordanesa para la Defensa y el Estudio de la Naturaleza) - Salvem L'Empordà 

25 de julio de 2012

La savia de los almendros. Crónica de la primavera.


Como parte del trabajo en el Taller de Crónica, se decidió publicar una serie de artículos relacionados con los movimientos sociales que desde hace más de un año han estado surgiendo y desarrollándose en diversos puntos del planeta.  Decidí retomar entonces el texto de La savia de los almendros, escrito después de leer las noticias relacionadas con la Primavera valenciana, y seguir el curso de ideas a las que me llevó. 

Mercedes Pérez (Kotori), Almendro en flor, 2010

La crónica. Y cómo se hace para hablar de lo que no se puede… Trepa por una raíz hacia el centro donde los relatos son uno, narrado mil veces en mil formas distintas y diluido en el tiempo por donde fluye más o menos desapercibido.

Hubo una vez un joven que, deseando ser investido como rey, pidió al dios del mar una señal de la legitimidad de su poder. Poseidón hizo surgir de las aguas un hermoso toro blanco, que debía ser sacrificado como símbolo de sumisión a las funciones del cargo real. Sin embargo, valorando la belleza del animal el nuevo monarca decidió atesorarlo para sí, y creyendo ingenuamente que la divinidad no se daría cuenta de la sustitución, sacrificó en su lugar al mejor ejemplar de su terrenal ganadería. De esta traición primera nació, como recordatorio de la falta cometida, el Minotauro. La trágica caricatura del poder corrupto, al que año tras año debían sacrificarse las nuevas generaciones.
Algo más tarde llegaría el correspondiente libertador, para dar un respiro al curso de esa historia que olvida pronto que el héroe siempre está a un paso del monstruo, y que el mismo traidor que es necesario derrocar, fue en otro momento una fuerza por la que se clamaba a los cielos. Un tirano es como un invierno demasiado largo.

***

De camino al trabajo, con hojas como escudos y yemas a modo de lanzas, un joven almendro desafía desde hace semanas al invierno. Y cada día que pasa son más los botones que aparecen en sus ramas, más los pétalos que brillan como armas de marfil. Es posible que este arbolito esperara, como se espera lo inevitable, la granizada por la que hace apenas unos días, los vecinos se asomaron asustados a las ventanas. Sorprendidos porque la memoria de los hombres es, a menudo efímera, y desconoce esa atávica batalla entre las flores y el hielo, por más de que también tenga lugar en ellos, incluso si se encuentran pensando en otras cosas.

En la escuela, de niños, nos enseñaron que la primavera era la época más alegre del año; aquí y allí brotaban flores coloridas y pululaban indolentes los zánganos. Nos lo enseñaron así porque no recordaban lo que la primavera era. Sin embargo -esto algunos lo saben demasiado bien-, la primavera no es otra cosa que sobrevivir al invierno, y acercarse a un verano que muchos no llegan a conocer. La auténtica primavera no es el tiempo del sol, sino aquel en el que se clama por su regreso bajo la amenaza de un cielo plomizo o el azote de un viento helado.

Al refugio de las casas, de las oficinas, de los cines... Los desmemoriados se compadecen de la locura de los almendros, cuyas delicadas flores parecen abrirse siempre antes de tiempo, llevados por una insensata falta de paciencia que les impide esperar a que las condiciones para florecer sean las óptimas.
Y al otear perezosamente los colores que van rompiendo del gris monótono del horizonte, al intuir que con ellos llegan también el deshielo y el movimiento al mundo, algunos incluso se molestan; por más que cierren los ojos será difícil prolongar el cómodo letargo.  

Fuera, olvidadas de sí mismas, suaves corolas ondean como banderas, para señalar al invierno que su plazo está por expirar.  Los almendros son heraldos del regreso de Perséfone del exilio en las profundidades del inframundo. Abriendo camino a las primeras cosechas, la diosa asciende por el sendero de pétalos que el granizo desbarató, vestida con sus mismos colores, blanca y rosada aurora que llega tras una noche que parecía eterna.

Acaso por el íntimo conocimiento de su función, no tienen los almendros - jóvenes o ancianos-, miedo del frío, de las sombras o de la muerte. A pesar de los fuertes vientos, de la lluvia o de la helada permanecen erguidos, sostenidos por unas raíces cada vez más profundas. Alentados por el crecimiento de sus ramas oscuras, que tienden al cielo como manos que quisieran asir la luz y el calor y derramarlos eternamente sobre el reino de los mortales, ofrecen sus flores con singular generosidad, sin preocuparse demasiado por si éstas habrán de convertirse en fruto o caer en tierra, porque florecen en abundancia.

Esto es así en todas las Primaveras: a pesar de la desigualdad de condiciones esas flores aparentemente frágiles, desafían con su claridad la amenaza de roca que se cierne sobre ellas. Lo hacen incluso sin ser conscientes del triunfo  conquistado en silencio; pues aún quedando deshechas por el suelo, son la prueba viviente de que tras un inverno demasiado largo la savia de los almendros vuelve a circular.

Despierta con su latido la tierra dormida, levantan el vuelo de las aves que cantan a los cuatro confines del mundo lo que aunque los hombres no recuerden, pueden aprender de nuevo, reverdeciendo.

***

El Invierno siempre regresa. Posiblemente no podríamos vivir en una eterna Primavera, tampoco en un Verano u Otoño eternos, por lo que la reaparición en escena del viejo invierno no carece de una cierta lógica. ¿Para qué batallar?

Forma parte del carácter invernal el tratar de permanecer como un ídolo monolítico y perpetuar indefinidamente el silencio y el estancamiento que terminan por imponerse bajo su reinado. El Invierno intentará prolongar su mandato, aunque para ello tenga que hundir zarpas de hielo en la carne de la tierra y devorar por igual a hijos ajenos y propios antes de que éstos puedan llegar a conocer la luz del sol, ahogando de antemano la voz que podría reclamar que el momento de los nuevos ha llegado.

El Invierno volverá, haciéndonos sentir demasiado débiles, pequeños e impotentes ante el despliegue de sus titánicas fuerzas, y la guerra más vieja del mundo no podrá jamás ganarse por completo. ¿Para qué batallar, entonces?
Es necesario lograr desterrarlo a tiempo, cada vez, aunque no pueda ser por siempre. Hay muchas razones para ello; las aves, las cosechas, los hijos propios y los ajenos… Dicho así, no ha de parecer gran cosa; pero sospechamos que en el fondo, de esta capacidad de oponer resistencia, sobrevivir y arañar con manos desnudas un pedazo de Invierno para convertirlo en un principio de primavera, depende que una vida merezca ser vivida.  

1 de julio de 2012

A favor de lo "pagano"


Jules Bastien-Lepage, At harvest time, 1880


Es evidente que las palabras cambian a medida que cambian las ideas de la comunidad que las emplea: ganan nuevos significados y se desprenden de los que han caído en desuso, adquieren  matices que subrayan lo nuevo, lo obsoleto o lo recuperado, y se las orienta para restringir definiciones o ampliar conceptos.  Hace algún tiempo empecé a leer críticas al uso de la palabra "pagano", por la que siento un especial aprecio. Sin pretender llevar la contraria a nadie, me apetecía explicar porqué a mí sí me gusta esta denominación - aunque tal vez después de la lectura, es posible que más de uno prefiera dejar de ser llamado así -. 

Como se habrá leído ya mucho la palabra pagano deriva del latín paganus (aldeano). Señala al respecto el historiador Peter Brown
A finales del siglo IV empezó a circular entre los cristianos el término paganus, “pagano”, para subrayar el carácter marginal del politeísmo. Originariamente la palabra paganus significaba “personaje de segunda clase”, designando por ejemplo al paisano frente al soldado regular, o al suboficial frente al oficial de alto rango. Un sacerdote hispano, Orosio, que escribió Historia contra los paganos por encargo de san Agustín en 416, añadiría un nuevo elemento a este sentido denigratorio y excluyente. Hacía saber a los politeístas cultos, a los notables de las ciudades e incluso a los miembros del Senado romano, que la religión que profesaban era propia de las gentes del campo, de los habitantes del pagus, de los paysans o paesanos, es decir, una religión propia únicamente de un obstinado grupo de campesinos que no se habían visto afectados por los tremendos cambios que habían puesto patas arriba las ciudades del Imperio romano. [1]
De modo que la palabra "pagano" era ya empleada para desacreditar a otros incluso antes de que el cristianismo la blandiera como un arma mediática, que más tarde serviría para definir a cualquier creyente no cristiano. El término pagano ha sido usado para referirse a religiones politeístas como el hinduismo, a creencias como el animismo, a los cultos afroamericanos, o al chamanismo. Sería difícil hallar entre estas tradiciones, unas estructuras de pensamiento y práctica básicos comunes tan frecuentes como los que encontramos entre aquellas tradiciones que, al menos a ojos externos, forman parte del paganismo occidental

El hecho de que la palabra "pagano" surgiera como un insulto no es más relevante que el resto de los significados y matices que la palabra ha adquirido con el paso de los siglos. Aún hoy, la mayoría de significados recogidos en el diccionario de la Real Academia Española para las palabra "brujo" y "bruja" son peyorativos y bastante inexactos si se consideran desde la realidad de las personas que en la actualidad se consideran a sí mismos brujos y brujas. Sin embargo, la mayoría de practicantes que se sienten cómodos con la palabra, han priorizado la asociación entre "pagano" y "campestre".

En este contexto, palabras pagano o paganismo tienen significados amplios e incluyentes, y requieren a menudo de añadidos para la creación de definiciones capaces de identificar en detalle sólo una entre la miríada de corrientes de pensamiento, tradiciones o prácticas que se pueden englobar bajo el término generalista.  Podríamos aventurar que precisamente paganismo es lo que hay detrás de estas diferencias, y es también el término que conserva la memoria de lo que fueron y el testigo de su supervivencia hasta la actualidad. La palabra pagano no ha dado un salto desde la Antigüedad tardía hasta el siglo XX, sino que ha serpenteado de línea en línea y de susurro en susurro a lo largo de generaciones que no conviene descuidar (al menos, desde la perspectiva historiográfica).

En un rango mucho más estrecho podríamos encontrar un paralelismo con la expresión musulmana "gentes del libro" empleada entre las principales religiones y cultos monoteístas para distinguirse como grupo - a pesar de sus diferencias internas - frente al politeísmo y la "idolatría". Subrayo lo de  "mucho más estrecho", porque entiendo que las palabras pagano y paganismo no deberían restringirse al ámbito religioso, y mucho menos al de las religiones establecidas.

Considero que la asociación entre "pagano" y "rural" no es precisamente trivial, sino que es lo que ha justificado el éxito de la palabra en el s.XX y -al menos- parte del XXI. Es "el campo" lo que encontramos al remontar hacia los orígenes de lo que posteriormente vamos a identificar como pagano.  Independientemente de la variedad de creencias y formas de culto, las prácticas paganas, que siguen los ciclos de los cultivos y del ganado, están estrechamente ligadas al terrible cambio de mentalidad que supuso la neolitización de los territorios en las que surgieron, incluyendo la resignificación de elementos precedentes, propios de sociedades pre-agrícolas.

En este aspecto, el paganismo moderno ha crecido y proliferado especialmente en núcleos urbanos, dando lugar a nuevas religiones; pero no sería justo ignorar el paganismo reticente que ha subsistido, unas veces escondido, y otras no, en el seno de las comunidades cristianas. Viejas creencias, estructuras y prácticas que pueden o no tener relación con los dioses, genios o espíritus rescatados y pulcramente diferenciados en las últimas décadas, pero que sin duda la tienen con las cosechas y el ganado, con  el paso de las estaciones y su efecto pocas veces controlable sobre el medio de subsistencia, el límite entre el territorio cultivado y lo salvaje, entre la extensión conocida, habitable, y lo desconocido que la circunda, donde el hombre queda a merced de fuerzas superiores que aún no ha sido capaz de dominar.

La cuestión es que, al hablar de paganismo, podemos remitirnos más que a una serie de religiones y cultos, a una serie de aprendizajes y técnicas (también de índole espiritual y mágica, pero no exclusivamente) derivados de la  experiencia y la observación de realidades concretas, de las que durante siglos ha dependido nuestra subsistencia y que han moldeado nuestras culturas. No se trata de un estancamiento en la añoranza estéril de otros tiempos -que, a decir verdad, no fueron mejores-, sino de la conciencia adquirida de que muchos de estos aprendizajes pretéritos, convenientemente revisados y aplicados, podrían constituir soluciones eficientes para gran cantidad de problemas que nos agobian en la actualidad. 

A pesar de los cambios que ha impuesto la industrialización en nuestro modelo de consumo, seguimos dependiendo de la tierra y sus frutos; aunque el argumento pueda parecer en exceso materialista, este vínculo está anclado en nuestro fondo y es sagrado porque en última instancia de él dependen nuestras vidas. Desde el momento en que no entendemos este vínculo como sagrado y le prestamos la debida atención, perdemos gran parte del conocimiento y comprensión que nos está reservado como humanos. A menudo también dañamos a otros y a nosotros mismos a causa de nuestra ignorancia al respecto, individual o colectiva. No vamos a ganar la conciencia de un día para el otro, simplemente apunto que hay suficiente trabajo por hacer como para no tomarse este asunto demasiado a la ligera.

Aunque respeto a sus seguidores, no deja de sorprenderme la insistencia de muchas religiones de competir entre ellas e instaurar órdenes y límites artificiales, muchas veces innecesarios, que terminan en la reafirmación de un ego grupal y dificultan el vínculo con la divinidad que sus practicantes pretenden desarrollar.  Una de las cosas que me gusta del término paganismo, así, en genérico, es que es un término del que difícilmente podría adueñarse una tradición en concreto, sino que su significado se construye a partir de realidades muy distintas entre sí, y deja espacio para todos. Sin embargo, esto no significa que todos los paganos deban "hermanarse", ni mucho menos tratar de eliminar las particularidades de cada tradición o grupo. Simplemente se trata del reconocimiento de un referente común y, lo que es más importante, vivo. 

Incluso si no existieran libros al alcance, podríamos acudir "al campo" y aprender por nuestra propia disposición lo mismo que otros han escrito - y aún lo que han tratado de escribir, porque es difícil de expresar en palabras-, y usar este conocimiento para explicarnos el mundo en el que vivimos, ayudarnos a otros y a nosotros mismos. De nuestra experiencia como criaturas agrícolas y ganaderas adquirimos las pautas que marcan nuestras festividades, supimos que existen buenas y malas cosechas, conocimos el valor del trabajo y también que, en ocasiones, el resultado final no depende por completo de nosotros. Del campo aprendimos el recorrido que va desde la semilla en lo profundo de la tierra hasta fruto, y su vuelta a la tierra a través de la descomposición;  la frontera con lo desconocido insondable, un nuevo paso entre los mundos. 

Uno de los peligros de la práctica espiritual, o incluso filosófica, es caer en la trampa de la abstracción excesiva, y terminar pensando o imaginando más que experimentando la vida. A pesar de que muchos vivimos alejados del entorno rural, el vínculo con la tierra permanece de tal modo que, cuando volvemos nuestra atención hacia estos principios, y en mayor medida cuanto más los convertimos en una experiencia consciente en nuestras vidas, recuperamos parte de la calma, la orientación y el conocimiento que nos permiten recuperar nuestro sendero entre el tumulto de mensajes publicitarios, modelos artificiales y soluciones engañosas con los que día a día se nos atormenta. 

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[1] Peter Brown, El primer milenio de la cristiandad occidental, Barcelona, ed. Crítica, 1997. Publicamos este fragmento y algunos otros que ayudan a hacernos una idea del contexto histórico referido en "El nacimiento del paganismo" Ouróboros.